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Cuarto día del Quinario al Santísimo Cristo de la Sed
En el Evangelio de hoy, Jesús dialoga con los sumos sacerdotes y autoridades y les narra la parábola de los viñadores asesinos. Los profetas del Antiguo Testamento solían representar al pueblo Israel como una viña plantada y custodiada por Dios. Hasta el momento, debido a su egoísmo y dureza de corazón, los líderes del pueblo no han sabido acoger la Buena Noticia de Jesús. No han sido capaces de percibir la hora de la salvación. Es más, como líderes, “viñadores arrendatarios”, han rechazado, maltratado y asesinado a los “sirvientes”, los profetas, que han sido enviados en el transcurso de la historia para percibir el fruto de las cosechas. Y en esta hora decisiva, con la presencia del Hijo de Dios frente a sus ojos, tampoco abren su corazón y se mantienen enceguecidos por la incredulidad. Jesús intuye el final de su vida en manos de los poderosos de la nación y, por eso, la parábola no sólo es un juicio para la incredulidad de los sumos sacerdotes y autoridades sino el anuncio de la sustitución del pueblo de la antigua Alianza por un nuevo pueblo de Dios.
Nosotros somos este nuevo pueblo de Dios, nacido del costado abierto de Cristo crucificado. Somos la Iglesia, la viña del Señor. Somos los nuevos servidores comprometidos en estos campos donde fructifica la obra del Mesías. Nuestras familias siguen siendo tierra fértil donde la semilla del Evangelio debe ser acogida. Sin embargo, todos comprobamos cómo el panorama social es sumamente adverso para fundar y consolidar familias cristianas. En la fe hay asuntos innegociables: la protección a la vida en todas sus etapas, la educación cristiana de las nuevas generaciones, la fidelidad matrimonial, el trabajo realizado con dignidad y la responsabilidad compartida en el hogar.
Sólo desde Jesús y su generosa entrega podremos entender que lo tenemos en casa es sumamente valioso. Nuestras familias son la viña del Señor. No permitamos que el enemigo ni los “arrendatarios” se roben el fruto de la cosecha que le pertenece únicamente a Dios.
Os esperamos hoy en el quinto día del Quinario.
Tercer día del Quinario al Santísimo Cristo de la Sed
“Nada más falso y enfermo que el corazón, ¿quién lo conoce? Dios habla por boca del profeta Jeremías, y nos habla del corazón, el corazón en la Sagrada Escritura representa la sede de los sentimientos y también la sede de donde se toman las decisiones en la vida. El corazón representa en general a la persona, como es el corazón, así es la persona. Y es que el ser humano como ser libre se va haciendo así mismo con las decisiones que toma en la vida, con acciones de su vida, nuestras acciones, nuestras decisiones, nuestra vida, va diciendo quienes somos, va haciendo quienes somos para bien o para mal. Dios hoy nos habla de un corazón enfermo, nos dice en definitiva que el hombre está enfermo.
Si escuchamos el Evangelio, la parábola que nos propone hoy Jesús, vemos una contraposición, un antagonismo entre dos personajes, un rico que nada en la abundancia, que banquetea, que vista ostentosamente y un pobre que está muerto de hambre, que quiere saciarse de lo que cae de la mesa del rico, y lo que caía de la mesa del rico era en aquel tiempo trozos de pan que utilizaban como una servilleta para limpiarse las manos, los dedos, y los tiraban al suelo y después lo recogían la servidumbre; eso es lo que quería comer Lázaro. Y además Lázaro está en el suelo con llagas, llagas que lamen los perros. El perro que es un animal inmundo porque se alimenta de inmundicia. Todo esto nos dice que Lázaro está en las últimas, en todos los sentidos.
Resulta que acontece la muerte y se cambian los papeles, se cambia la situación. Lázaro es consolado en el seno de Abraham, mientras que el rico es atormentado en el infierno. Y además aparecen otros cinco personajes, cinco hermanos que tiene el rico y el rico le dice a Abraham: Dale Abraham, que vaya Lázaro a avisarles, porque por la vida que llevan van a acabar como yo aquí en el tormento; y Abraham le responde que escuchen a Moisés y escuchen a los profetas, es decir, que escuchen la Palabra de Dios, no de Abraham. Pero si un muerto resucita seguro que se convierten. Y Abraham les dice: si no creéis a Moisés, si no creéis a los profetas, si no creéis de la Palabra, aunque resucite un muerto creerán.
No se trata solamente ya aquí de una cuestión de pobreza o de riqueza, se trata de una cuestión que es la enfermedad del corazón, y esa enfermedad se basa en la autosuficiencia. Cuando el hombre se cree autosuficiente, cuando el hombre se cree que se basta así mismo, él y las cosas que posee, cuando el hombre se hace dios de sí mismo, es incapaz de escuchar la Palabra y es incapaz de oír al que está a su lado y sufre.
Esta es la enfermedad del corazón, la enfermedad que encierra a oír a Dios, que nos incapacita a la conversión. Necesitamos convencernos de que estamos necesitados de ser salvados, ser redimidos, que el hombre no se basta así mismo, que el hombre es una criatura absolutamente debilidad y absolutamente dependiente, dependiente de Dios. Dentro del corazón de cada uno hay una Sed de eternidad, una Sed de infinito que sólo Dios puede llenar, que no llenan las cosas de este mundo. Esta autosuficiencia aliena al hombre, lo esclaviza y lo incapacita, no sólo para oír la Palabra, sino para escuchar a los demás. Esta es la advertencia de Dios por el profeta Jeremías que además nos hace otra advertencia; si bien el corazón del hombre está enfermo, también dice maldito todo aquel que confía en el hombre, que se apoya en las criaturas, que confía en sí mismo, que decide la vida por sí mismo, que decide por sí mismo lo que es bueno y lo que es malo y se olvida de Dios, su creador. Esto hunde las raíces en el pecado original, esto hunde en la tentación antigua de la serpiente, la tentación de Adán y Eva: “comed de ese árbol y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”. Esta tentación continúa en la historia, en el corazón de cada hombre, porque el pecado original está en nosotros. En cambio, la Palabra de Dios, el salmo que hemos proclamado dice: “dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor”. Eso es lo que hacemos en cuaresmo y debemos hacer en nuestra vida, volver el corazón a Dios. Y ahora desde aquí en este culto, en este quinario, volvemos el corazón al Cristo de la Sed, volvemos el corazón a Dios hecho hombre que está agonizando en la Cruz y que quiere sanar desde ahí nuestro corazón, que nos ofrece, que ofrece al Padre sus últimos latidos de su corazón, de su Sagrado Corazón; su Sagrado Corazón que después de muerto será atravesado por una lanza donde brotará sangre y agua que son sacramentos de la Iglesia. Los sacramentos que sanan nuestro corazón, que nos pueden hacer criaturas nuevas.
Y Dios nos ha dicho también por boca de Jeremías, “yo el Señor penetro el corazón y sondeo las entrañas para dar al hombre según su conducta, según el fruto de sus acciones”. Cristo muere en la Cruz, el Cristo de la Sed agoniza amando, entregándose, dándose, amando hasta el último momento hasta el extremo “Padre perdónales porque nos aben lo que hacen”, ofreciendo todo por nuestra Salvación. La cuestión es que la salvación se juega en la libertad del hombre, la salvación es un encuentro entre la gracia de Dios que tiene a nosotros y la libertad del hombre que tiene que acoger esa gracia. La gracia de Dios la tenemos siempre. Dios no niega su gracia a nadie, el problema es si la acogemos o no la acogemos. Por eso depende de nosotros, depende de nuestra libertad nuestra propia salvación. Si cometemos un pecado, nos situamos ya en el infierno, porque nos separamos de Dios. El pecado nos priva de la gracia santificante, y eso ya es inicio del infierno y si después del pecado no nos convertimos, no nos arrepentimos, nos quedamos en el infierno. Pero nos quedamos porque queremos, pecamos porque queremos y no nos convertimos porque también queremos, son actos de nuestra libertad, no son problemas de Dios que siempre tiene tendida su mano.
Contemplemos al Cristo de la Sed, Cristo en la Cruz ha sufrido el infierno con su cuerpo, en su alma, y hasta ha sufrido el infierno sintiendo el abandono del Padre: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”. Todo es consecuencia del pecado que ha sufrido por nosotros. Sin embargo, Dios nunca nos abandona, Dios está siempre a nuestro lado. Nos dice la escritura que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
La cuestión está en nuestra libertad. Como decía San Agustín: “Dios que te ha creado sin ti, no puede salvar sin ti”, y no puede salvarte sin ti porque te ha hecho libre. Ese es el precio y el riesgo que tiene la libertad. Por eso nosotros hoy aquí en este quinario nos ponemos a los pies de Nuestra Madre de Consolación, Nuestra Madre la Santísima Virgen María que siempre vela por nosotros, que siempre intercede por nosotros y ponemos en ella nuestro corazón, que ella lleve nuestro corazón, que ella lo lleve a coger la gracia, a sanarlo con los sacramentos, a sanarlo con la conversión. María que siempre camina ante Dios, María nos lleva hacia el Padre, por Cristo, su hijo, que lo ha ofrecido todo por nosotros”
Os esperamos hoy en el cuarto día del Quinario.
Segundo día del Quinario al Santísimo Cristo de la Sed
Jesús señalaba la importancia fundamental de la Palabra de Dios en nuestras vidas, porque la palabra de Dios es vida, vida Eterna. La palabra es lo que engendra la fe, la palabra cuando es escuchada y compartida. Pero para que la palabra sea escuchada, primero es necesario que sea proclamada, es necesario que alguien la anuncie. San Pablo escribe, ¿Cómo conocerán a aquel de quien no han oído hablar? ¿Y cómo lo oirán si nadie lo anuncia? ¿Cómo lo anunciarán si no son enviados? Por eso desde el antiguo Testamento Dios envía mensajeros a anunciar la palabra, en el antiguo testamento tenemos la figura de los profetas, en el nuevo testamento están los apóstoles enviados por Jesús y así sus sucesores en la Iglesia hasta el tiempo presente. Una característica común a todos los que han anunciado la palabra de Dios es la persecución, el ser perseguido, es lo que hemos visto en la primera lectura de hoy, el profeta Jeremías sufre la persecución por anunciar la Palabra de Dios, por denunciar el pecado a su pueblo, a pesar de ha hecho un bien, ha intercedido por su pueblo, sufre la tortura, sufre la persecución y se pone en manos de Dios. También Jesús sufrió la misma suerte, en el evangelio de hoy hemos visto como Jesús subiendo a Jerusalén con sus apóstoles les anuncia la Pasión, sufre a Jerusalén para sufrir la Pasión, porque Jesús también va a ser perseguido, porque va anunciar una Palabra que no será acogida.
El mal no soporta el bien, ni la mentira soporta la verdad. Por eso la visión de Jesús que es una visión redentora que ha venido a redimirnos del pecado original, de las consecuencias de ese pecado, esa misión tiene que pasar por la Cruz, por beber un cáliz, que es el cáliz de su Pasión.
¿Cómo ha vencido Cristo al mal? Porque nosotros podríamos pensar humanamente que el mal se puede vencer de forma violenta, que Dios todopoderoso puede aplastarnos, aniquilarnos, pero no es así como se vence el mal, y no es así como cristo ha vencido el mal. Cristo ha vencido el mal cargando sobre sí mismo, asumiendo las consecuencias del mal, las consecuencias del pecado hasta clavarlo en una Cruz. Cristo ciertamente de esta forma ha hecho de su vida un sacrificio, una oblación, una entrega amorosa al Padre. El sacrificio de Cristo ha sido un sacrificio infinito porque Cristo también es Dios, es un sacrificio hecho en obediencia, obediencia filial y amorosa a la voluntad del Padre.
Cristo nos ha redimido entregándose, sufriendo por nosotros la maldición del pecado. Lo dirá así San Pablo, Cristo se hizo maldición por nosotros, porque dice la escritura: maldito todo lo que cuelga de un madero. Y hoy nosotros estamos celebrando este quinario en honor del Cristo de la Sed, miramos su imagen y vemos al Cristo de la Sed colgando del madero, hecho maldición por nosotros.
Cristo de la Sed, ¿Hasta dónde tu agonía? ¿Hasta dónde tu dolor? No solamente el físico, sino también el de su alma. No podremos nunca comprender, no podremos nunca conocer el alcance de ese dolor, de esa Pasión, de esa agonía. Porque tampoco podremos nunca comprender el alcance que tiene la suma maldad que tiene el pecado, un solo pecado.
Cristo de la Sed, Tú nos marcas el camino. Él lo dijo en cierta ocasión: el que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y se venga conmigo.
Cristo ha hecho de su vida una ofrenda, el cristiano tiene que hacer también de su vida una ofrenda, una ofrenda amorosa al Padre, viviendo la voluntad y la ley de Dios, soportando el dolor de la vida, las cruces que nos trae la vida, sobre todo ofreciendo todo esto en unión a la Cruz de Cristo.
Celebramos la eucaristía, donde no sólo celebramos la Pasión y Muerte del Señor, sino que se actualiza y se hace presente en el altar. En el altar tenemos que poner la ofrenda de nuestra vida para que por el Espíritu suba en unión con Cristo al Padre. Y a su vez el Padre con el Espíritu nos devolverá su gracia, su gracia santificante, su gracia salvadora.
San Pablo lo dice con otras palabras: ofreced vuestra vida como un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios, este es vuestro punto razonable. Esta es la vida del cristiano, la vida de la fe. Esto es lo que vence al mal, al pecado, la oscuridad y la muerte.
Cuando contemplamos al Cristo de la Sed, lo contemplamos en agonía, pero es en esa agonía donde se está agonizando el pecado, en esa muerta está muriendo la muerte. Cristo siente la sed, pero de esa sed está brotando la fuente de agua viva, en esa fuente que brota está la vida eterna. El sufrimiento, el dolor, la muerte, no tienen la última palabra, no la tiene si vivimos como Cristo, no la tiene si hacemos de nuestra vida una obediencia y una ofrenda filial al Padre, si vivimos como Aquel que vino a no ser servido sino a servir y a dar su vida por todos.
Os esperamos hoy en el tercer día del Quinario.