Se cuenta que Napoleón preguntó a Pierre Simon, Marqués De Laplace, qué papel tenía Dios en el inmenso libro sobre el sistema del Universo que Laplace había escrito. Le respondió sencillamente: “Je n’avais pas besoin de cette hypothèse-là.»(no tenía necesidad de esa hipótesis). Hoy día, esta respuesta de Laplace es obvia: está implícita en la propia estructura de la Ciencia. Para lo que nos interesa aquí, que es hablar de Dios y de Ciencia, bástenos decir que ésta consiste en la adquisición de conocimientos sobre el Universo y el mundo que nos rodea utilizando métodos formales. Entendemos por tales los métodos que suministran demostraciones o comprobaciones independientemente de quien los aplica, y que se expresan en un lenguaje unívoco y sin ambigüedades. El ejemplo más evidente es el de las ciencias matemáticas.
¿Se puede saber todo por estos métodos, al menos dentro del campo científico en que se aplican? No, pero producen un conocimiento cierto, en el sentido de verificable en todo tiempo y lugar. ¿Ponemos un ejemplo? En Matemáticas, los números algebraicos son los que se pueden tratar con los métodos del álgebra. ¿No hay más números que éstos? Sí. ¿Se puede demostrar eso? De nuevo, sí. ¿Se pueden exhibir algunos? Seguimos afirmando: amplias clases de ellos. ¿Hay un nombre para los números que escapan al método algebraico? Sí: números trascendentes. ¿No es, por tanto, la Matemática un auto-suplicio de Tántalo, que busca métodos y luego demuestra que siempre queda algo fuera de su alcance? No; hay algo que escapa a cualquier método que se pueda imaginar, es trascendente a todo: el concepto de verdad científica, es decir, de enunciado demostrable por razonamientos lógicos finitos a partir de un sistema finito de presupuestos.
Un sistema matemático debe contener, al menos, a los números enteros (puede contar) y a las reglas de la lógica[1] (puede razonar). Hacia mitad del siglo XX se demostró que todo sistema que verifique estas dos condiciones tiene enunciados indecidibles (no puede decidir si son verdaderos o falsos). Es decir, todo método matemático tiene algo que lo trasciende. Así, la ciencia sabe muy bien que, dentro de su propia esfera, hay cosas trascendentes. No se trata de trascendencia ocasional, por falta de método, sino más bien, digamos, ontológica, debida a la esencia del discurso.
De esta manera, Ciencia y Fe no se contradicen. Se ocupan de objetos distintos con métodos diferentes. La Fe es consciente de que no puede abandonar la razón. Siendo ésta quizás la segunda dimensión en importancia del ser humano (tras el amor), la Fe tiene que integrarla para dirigirse al hombre completo. La Ciencia sabe de la trascendencia, aún en su propio dominio. Ni la Trascendencia tiene motivos para alejarse de la razón, ni ésta para rechazar a aquélla. Así Jesucristo, el Dios visible, invita a todos los seres humanos a amarlo y estudiarlo. Decía Juan Pablo II[2]: El hombre, por su naturaleza, busca la verdad. Esta búsqueda no está destinada sólo a la conquista de verdades parciales, factuales o científicas; no busca sólo el verdadero bien para cada una de sus decisiones. Su búsqueda tiende hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar solución si no es en el absoluto. Nuestro San Juan de la Cruz[3] diría: Por más misterios y maravillas que han descubierto los santos doctores (…) les quedó todo lo más por decir, y así hay mucho que ahondar en Cristo.
José Luis Vicente Córdoba, Pbro.
Catedrático de la Universidad de Sevilla.